Emilio, 66 años. Cuatro libros publicados y con ánimo renovado para comenzar su quinta obra: una narrativa descriptiva, de argumento incierto y tintes de intriga y novela negra.
El cuaderno de ideas descansaba sobre sus rodillas mientras el resto de su castigado cuerpo lo hacía sobre la hamaca playera. El mar de fondo había tomado una tonalidad azul turquesa que contrastaba con el impoluto azul celeste del cielo. El sol castigaba duramente los cuerpos de los inhibidos bañistas y paseantes. Los ojos verdes de Emilio de pupilas dilatadas castigadas por la luz solar, no paraban de pestañear, adquiriendo un ritmo “casi burlesco”.
El graznido inoportuno de alguna gaviota alteraba el sonido ondisonante de las olas, único murmullo que se colaba en la mente del escritor, absorto en sus pensamientos.
Un movimiento extraño en el horizonte, despertó la atención del vetusto pensador. Aquello parecía… ¿Qué era lo que parecía?
Emilio asió el móvil firmemente en sus manos, enfocó hacia ese sorprendente e incierto bulto flotante y disparó para captar la imagen.
Pulsó el icono de “fotos” y amplió con sus dedos índice y pulgar la imagen seleccionada.
Su mente descifró en pocos segundos el contenido de la pantalla. Se trataba de una embarcación inusual, de forma alargada, tal vez de madera, tal vez neumática. Podría tratarse de un cayuco o de una patera.
Emilio utilizaba el móvil a modo de prismático, enfocando y ampliando el objetivo para conseguir más nitidez. No cabía duda, era una embarcación repleta de seres humanos que se movían inquietos a la espera de alcanzar la playa. Pudo apreciar cómo alguno de sus integrantes se ponía en pie señalando el horizonte.
El atento observador no entendía por qué señalaban el lado opuesto de la playa. Sus dudas se disiparon en un instante. Sus ojos tomaron conciencia de lo que iba a suceder. Se le heló la sangre que corría por sus venas. Pudo distinguir como un integrante de la patera alzaba exageradamente a un bebé con sus largos brazos —Emilio recordó la imagen del Rey León— Sin embargo parecía que ese acto no lograba hacer mella en su posible interlocutor.
La motora se acercaba a gran velocidad hacia la vulnerable embarcación. Otro par de “pateristas” levantaban en sus brazos sendos bebes al igual que su compañero. La motora aminoró la velocidad y rodeó a la patera. Los ocupantes de ésta, parecían implorar clemencia. La motora se alejó un centenar de metros y colocó en su punto de mira nuevamente a la patera. Máxima velocidad, mientras los integrantes de su endeble objetivo se llevaban las manos a la cabeza.
El abrupto acelerón del fueraborda hizo que se levantase su proa un par de metros —como si un caballo salvaje se pusiera en dos patas— y levantando una ola de espuma en su caída al mar, embistió despiadadamente a la inofensiva patera.
—¡No, no! —se oyó decir Emilio a sí mismo, en voz casi inaudible.
El cuerpo del impresionado escritor se tensó bruscamente. El dispositivo que tenía en sus manos cayó a la arena y un escalofrío repentino recorrió su espina dorsal hasta alcanzar la nuca. Una opresión que no había sentido nunca atenazaba sus pulmones impidiéndole respirar.
Buscó con la mirada al socorrista que tendría que ocupar la torre de observación y que ahora se encontraba vacía.
—¡Alerten a las autoridades! —exclamó con todas sus fuerzas.
Atravesó con gran agilidad las primeras olas y comenzó a nadar con unas fuerzas que parecía tener olvidadas.
—¡Los niños, los niños! —dirigiéndose al ocupante de un kayak que le observaba con semblante de extrañeza.
El remero sonreía y saludaba con la mano.
Emilio seguía nadando afanándose por conseguir llegar a la destrozada embarcación. Varios cuerpos chapoteaban en el agua a unos cincuenta metros de donde él se encontraba. Desde esa distancia pudo observar como la embarcación había quedado hecha añicos. Los trozos que flotaban por todo el entorno, se dispersaban a merced de la marea. Algunos de los náufragos se asían con afán a los pedazos de mayor tamaño tratando de aferrarse a la vida.
Aterrado, Emilio pudo observar como un adulto mantenía con la mano alzada a un bebé que no superaría los tres meses de edad. Los esfuerzos que hacía por mantenerse a flote y la forma de intentar evitar el hundimiento dejaban claro que no iba a conseguirlo.
—¡Agárrate a la tabla! —gritaba el escritor sin que el aludido diera muestras de escucharlo.
—¡A la tabla! ¡Por Dios, a la tabla! —seguía gritando Emilio, malgastando sus ya exiguas fuerzas.
—¡Que alguien le ayude!
Todos los náufragos buscaban la forma de permanecer a flote.
Entre el enorme caos que se había formado se podía distinguir algún rostro ensangrentado. Los gritos de auxilio y de dolor, y el chapoteo creciente, hacían aún más dantesca —si esto fuera posible— la escena del naufragio.
Las fuerzas de Emilio comenzaron a fallarle y su cansado cuerpo comenzó a hundirse…
El silencio llegó de una forma brusca y desalmada
—¡Abuelo! ¿Qué te pasa abuelo?
Emilio abrió los ojos y observó su cuaderno caído en la arena. Miraba atónito el horizonte. Buscaba algo que parecía haberse difuminado.
El desconcertado escritor se abrazó a sus nietos, visiblemente emocionado. Sus nietos se fundieron con él en un abrazo reciproco.
—Estabas dormido y de pronto has empezado a gritar —dijo el mayor de los niños,
—Y decías; ¡Los niños, los niños! Me has asustado —dijo el pequeño.
Emilio se limpió las gotas de sudor que impregnaban su frente. Abrazó nuevamente a sus nietos y respiró aliviadamente.
Sueños que superan la realidad.